EL BESO MÁS DULCE DEL MUNDO (TEXTO)
HISTORIA DE UN SONETO MUSICADO CON INTELIGENCIA ARTIFICIAL:
EL BESO MÁS DULCE DEL MUNDO
EL BESO MÁS DULCE DEL MUNDO (versión 1) (MÚSICA)
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Corría el estío del año del Señor de mil novecientos noventa y nueve, cuando el sol, en su cenit, derramaba sobre las arenas de Playa del Inglés su oro líquido, y el aire, saturado de salitre y promesas, se cernía sobre los cuerpos fatigados de quienes, como humildes siervos del sudor, entregaban su jornada al noble arte de la hostelería.
Aquel día, tras haber lidiado con la plancha ardiente que tostaba sándwiches como si fueran ofrendas al dios del hambre, y después de haber purificado vajillas, cristalerías, cuberterías y ceniceros —todos ellos testigos mudos de conversaciones ajenas y besos robados—, recogí la mantelería como quien recoge los jirones de una batalla doméstica, y lavé los suelos con la devoción de un monje que lustra el mármol de su claustro.
Fue entonces, en la hora sagrada de la siesta, cuando mis pies, guiados por el instinto de la evasión, emprendieron un paseo desde Playa del Inglés hasta San Agustín, como quien busca en el horizonte el consuelo de lo inesperado. Y allí, entre los murmullos de las olas y el canto lejano de las gaviotas, se me apareció ella: una joven inglesa, de cabellos como trigo en agosto y mirada como miel recién derramada. Al cruzarse conmigo, sus ojos se posaron en los míos como dos luceros que reconocen su reflejo en la noche, y de sus labios brotó una sentencia que habría de marcar mi alma: “You have honey”.
No supe entonces si hablaba de mis ojos, de mi aura o de algún dulzor invisible que me envolvía, pero su voz quedó suspendida en el aire como un perfume que no se olvida.
Regresé al tajo, al segundo turno, donde las copas de cócteles y champán se amontonaban como sueños rotos en la pica del fregadero de la discoteca. Y cuando la noche hubo desplegado su manto de terciopelo, salí de aquel templo del bullicio y me encaminé, como quien sigue el rastro de una estrella, hacia el Coco Playa.
Allí estaba ella, la doncella de la tarde, la musa del Atlántico, celebrando su tránsito a la mayoría de edad, rodeada de amigos que danzaban como sátiros en fiesta pagana. Me reconoció, y aunque la lengua de Shakespeare me era ajena, comprendí que su nombre era Ellen, que era su cumpleaños, y que el destino me había convocado a su rito de iniciación.
Me tomó de la mano —¡oh mano bendita que aún siento en la mía!— y juntos nos adentramos en el océano, ese vasto espejo de los dioses, donde las olas nos abrazaban como cómplices de un amor naciente. Y allí, en medio de la inmensidad salada, bajo la bóveda celeste tachonada de estrellas, sus labios se posaron sobre los míos en un beso que fue a la vez bautismo, conjuro y despedida.
Mas como el agua me llegaba al pecho y el arte de la natación me era tan esquivo como el lenguaje de los ángeles, me vi forzado a retirarme, no sin antes llevarme en el alma el néctar de aquel instante, que aún hoy canta en mi memoria como la más dulce de las canciones.
José Luis Guillén Lanzas / Inteligencia Artificial 2025/10/05 #AI-generated
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